EL ESTUDIO DEL AMOR
PROPIO
Por: Maurice Nicoll
Nuestro amor es poco
más que el amor propio, el amor
a sí mismo.
Mientras más
estudiemos el amor propio, más aparente es el hecho de que el coloca el centro
de gravedad de nuestro ser, paradójicamente, fuera de nosotros mismos.
O, si lo vemos en el
sentido opuesto, debido a que el centro de gravedad de nuestro ser está fuera
de nosotros mismos es que únicamente conocemos, de un modo general, el amor
propio.
El amor propio
siempre requiere un público,
sea un público imaginado o uno real.
Quizá si la manera
más sencilla de comenzar a estudiar la naturaleza del amor propio sea viéndolo
desde el lado de lo que es falso en la acción.
Cualquier cosa que
hagamos basándonos en el amor propio lo hacemos de un modo falso, lo hacemos en
base a un engreimiento, desde el punto de vista de producir una impresión.
Y en realidad no
hacemos lo que creemos estar haciendo.
No lo hacemos de
nosotros mismos, sino por una curiosa relación entre nosotros y los demás, o
bien hacia la idea de los otros a la vez que de nosotros mismos.
Los grandes autores
que han escrito acerca del amor propio conducen el tema hacia lo que es el
punto central del ataque de la psicología Cristiana: al fariseo que todos llevamos dentro,
aquel que hace todas las cosas 'para
ser visto de los hombres'.
Yo sugiero que
semejante crítica se dirija contra la carencia de un verdadero punto de partida
psicológico en nosotros mismos.
Es probable que
tomemos a este fariseo de una
manera demasiada concreta, imaginando que ya sabemos a qué clase de gentes
puede referirse la expresión.
Pero yo lo tomo como
algo referente a una dificultad que existe en cada uno de nosotros y que es uno
de los rasgos de nuestra forma de conciencia.
No tenemos un yo real.
No somos realmente conscientes de nosotros mismos.
El amor que sentimos
por nosotros mismos no es un amor hacia algo real.
De suerte que no
podemos obrar en base a algo real en nosotros mismos, sino que obramos en base a
un continuo proceso de reflejos que hay dentro de nosotros, y que no parte de
nosotros mismos, sino que es automático.
De suerte que al
considerar aquello que coloca el centro de gravedad fuera de nosotros no
solamente nos encaramos con el factor, debido a los sentidos que nos vuelcan
hacia fuera y que nos hacen verlo todo como yacente en el exterior, sino que,
también, tenemos el factor emocional del 'amor propio'.
Desde cierto punto de
vista, el pensamiento hindú de nuestra servidumbre a Maya es nuestro estado o condición de servidumbre a los objetos
de los sentidos que nos rodean.
Esto no solamente
significa nuestra pasión por poseer objetos, sino que también significa que
todo cuanto está fuera de nosotros nos afecta o tiene poder sobre nosotros.
Nos vemos
continuamente distraídos, del mismo modo en que un canino se distrae con todo
cuanto ve, oye y huele.
El tumulto de las
impresiones de los sentidos, la algarabía de los pensamientos, las oleadas de
emoción y de imaginación, el tropel de los deseos no tienen nada central que
los aquiete.
Entre aquello que
desde afuera se vierte dentro, a través de los sentidos, y lo que por dentro
transcurre, no hay nada que sea permanente, nada que intervenga a fin de poner
en orden todas estas actividades sin tino, nada hay que las domine, que se
enseñoree sobre ellas y que produzca un punto de conciencia entre lo interno y
lo externo.
Y en medio de este
caos, el amor propio hace gala mirándose en el espejo de todas las acciones.
Al referirse a este caótico
estado interior que hay en el hombre el Señor Ouspensky comenta que la primera
finalidad que puede tener el individuo con relación a su propio desarrollo, es
'crear en sí mismo un 'Yo' permanente que la proteja de sus continuas luchas'.
(Un Nuevo Modelo del Universo).
Pero hemos de darnos
cuenta con claridad de que semejante estado significaría una nueva calidad de conciencia.
Significaría el logro
de un grado superior de realidad en sí mismo.
Un yo permanente, un yo de esta naturaleza, no podría
derivar del amor propio, pues el amor propio cambia de dirección a cada
instante, probándose diferentes disfraces, por así decirlo, y admirándose con
cada pose distinta.
Pues todo cuanto
tiene relación con el amor propio, con la pasión por recibir una aprobación
interna y externa, no puede tener estabilidad alguna en sí mismo.
La creación de un yo permanente ha de ocurrir en algún
punto más allá de la esfera del amor propio.
Ha de crearse a
través de una serie de trabajos que no tienen por base el amor propio y que no
pueden comenzar partiendo de la admiración de sí mismo.
Y este es el motivo
por qué se precisan muchas cosas antes de que semejantes trabajos los pueda
iniciar uno mismo.
Ha de cambiar todo el
punto de vista sensual o materialista, que no puede producir una base correcta
para el comienzo.
Únicamente el
reconocer que hay grados superiores de realidad, y las emociones que surgen de tal reconocimiento, pueden
proporcionar el verdadero punto de partida.
Pues semejantes emociones
no se encuentran en la esfera del amor propio.
En el sistema
psicológico Cristiano se dicen muchas cosas muy interesantes acerca del 'amor
al prójimo' que, generalmente, se toman de un modo sentimental, o sea desde el
lado del amor propio.
Pero la discriminación consciente de nuestro prójimo implica ya un
desarrollo de la propia conciencia.
La calidad de nuestro
amor ordinario la colorea el amor propio de tal modo que no podemos sentir la
verdadera existencia de los demás, no podemos sentirlos a ellos, salvo momentáneamente.
'El prójimo' es algo
ligeramente superior a las asociaciones de nuestro amor propio.
Refiriéndose a esto,
Swedenborg dice que el principal objetivo que exige nuestro amor propio es un
reflejo favorable de nosotros en los demás.
Tal es su meta.
Si creemos que existe
este reflejo, sentimos alegría. Y esta alegría se convierte prestamente en
disgusto, compasión de sí mismo y hasta de odio, en cuanto imaginamos que no es
un reflejo favorable.
Tal es nuestro amor
ordinario.
Y no puede cambiar, salvo momentáneamente, porque la calidad de nuestra
conciencia lo hace imposible.
El ver a otra
persona, el verla separadamente de nuestras nociones e imágenes subjetivas, el
darse cuenta de su existencia real, es justamente una de aquellas momentáneas
experiencias genuinas que nos indican que hay otros estados posibles de
conciencia.
Pues entonces ocurre
que, durante un instante, despertamos a experiencias completamente nuevas y
maravillosas.
Pero al retornar a lo
que somos corrientemente, lo olvidamos con facilidad debido a que un nivel
inferior de conciencia no puede reproducir las experiencias que corresponden a
un nivel superior.
Pero no es tanto que
olvidamos como que no podemos
recordar.
Conectemos el amor
propio con una dirección psicológica precisa.
La antigua concepción
de que el hombre tiene dos caminos a elegir, como se presentó originalmente en
la letra “Y” pitagórica, es algo que, de un modo general, se considera que
significa virtud o vicio, según el entendimiento convencional, según el periodo
y según las costumbres locales.
'Hacia donde la Y.... tus pasos encamina, hacia la
angosta cumbre de virtud y al abandono del ancho camino que es el vicio'.
(Dryden).
Esta es la
explicación superficial.
Sin embargo, probable
es que en su origen se haya referido a dos posibles caminos en la vida, a uno real y a otro ficticio.
Imaginemos que en el
camino ficticio se encuentra el gran espectáculo de la vida, con todos sus
honores y con todas sus recompensas.
El motivo que anima
este camino es el amor propio, ya sea gratificado o frustrado, y lo domina el
temor a perder la reputación.
De un modo u otro
todos buscamos un público en este camino.
Por lo general
buscamos una franca aprobación de todo lo que es nuestro.
Y en relación a esto
existe una singular máquina de
movimiento perpetuo.
Los grandes se
sienten halagados por el homenaje que reciben de los inferiores, y los
inferiores se sienten halagados por el reconocimiento que les otorgan los
superiores.
Y, de este modo, la
máquina gira perpetuamente en él afán de satisfacción propia.
Bernard de Mandeville
advirtió en esta máquina la fuerza motriz de todas las formas de sociedad.
Distinguió este
aspecto del amor propio, llamándole el gustar de sí mismo.
Dice que la pasión de
gustar de sí mismo es general en los niños mediante el coro de alabanzas que
les rodea; y esto no solamente constituye los cimientos de la sociedad, sino
que es la fuente de honor y vergüenza
que frena los apetitos de las gentes.
Hombres y mujeres
devienen virtuosos, pero no en un verdadero sentido de la virtud.
Llevados de la pasión
de gustar de sí mismas, las gentes pueden imitar todas las virtudes de una vida Cristiana.
Dijo, de hecho, que
no había Cristianos.
Y esto produjo la más
grande indignación.
A lo largo de este
falso sendero, la vida es un disfraz continuo, un engaño en el cual tratamos de
parecer algo, en vez de
verdaderamente serlo.
En este sentido nadie
hace lo que aparenta hacer, y nadie es lo que aparenta ser.
Todo está sometido al
dominio de las complejas reacciones del amor propio gratificado, herido, o
que, sencillamente, se mantiene a la expectativa.
Y así nadie es 'puro'
de corazón, es decir, las emociones no son reales.
La causa general es
que nadie se ha creado a sí mismo.
Nadie tiene una
existencia real en sí mismo.
Solamente alcanzamos
una existencia ficticia.
Y si somos sinceros
con nosotros mismos, nos sabremos vacíos y sepultados.
No sabemos qué hacer.
En el espejismo del
amor propio siempre estamos volcados hacia afuera, hacia un público, lejos de la dirección de la propia existencia.
De suerte que no son
solamente nuestros sentidos y nuestro pensamiento sensual lo que hacia fuera
nos vuelca, que esto, puede decirse, pertenece a nuestra constitución natural,
sino que también estamos volcados hacia fuera por las infinitas ramificaciones
psicológicas de nuestro amor propio.
Al sentir nuestro
amor propio herido, o al advertir que nuestra reputación está dañada o herida,
nos sentimos despreciados, 'inferiores' o aniquilados.
Y, en realidad,
semejante estado de cosas puede considerarse como el punto de partida de algo
nuevo.
Pero esto no ocurre
en la vida.
El punto de partida
hacia un estado completamente nuevo de sí mismo, un estado por encima de lo que
produce la vida, no puede hallarse nunca en la dirección de lo que por general
se aprueba o se aplaude, puesto esto sería tan sólo un nuevo aliciente para el
amor propio.
Y este es un punto de
peligro.
Swedenborg dice que
nada puede producir un efecto tan brillante sobre uno como el amor propio
completamente gratificado.
Sus delicias llegan a
todas las fibras del cuerpo, y se le siente con mucha más intensidad que la
gratificación de cualquiera de los apetitos físicos. Igualmente intensos son
los efectos del amor propio herido.
Swedenborg dice que
el primer paso a darse para ir más allá del amor propio es el amor de los usos.
Quien pueda ser tan
sencillo que encuentre un verdadero placer en las cosas que hace, y que
verdaderamente se interese en lo que trabaja, evidentemente da un paso más
allá del amor propio.
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