jueves, 22 de enero de 2015

EL ESTUDIO DEL AMOR PROPIO

EL ESTUDIO DEL AMOR PROPIO
Por: Maurice Nicoll

Nuestro amor es poco más que el amor propio, el amor a sí mismo.

Mientras más estudiemos el amor propio, más aparente es el hecho de que el coloca el centro de gravedad de nuestro ser, paradójicamente, fuera de nosotros mismos.

O, si lo vemos en el sentido opuesto, debido a que el centro de gravedad de nuestro ser está fuera de nosotros mismos es que únicamente conocemos, de un modo general, el amor propio.

El amor propio siempre requiere un público, sea un público imaginado o uno real.

Quizá si la manera más sencilla de comenzar a estudiar la natura­leza del amor propio sea viéndolo desde el lado de lo que es falso en la acción.

Cualquier cosa que hagamos basándonos en el amor propio lo hacemos de un modo falso, lo hacemos en base a un engreimiento, desde el punto de vista de producir una impresión.

Y en realidad no hacemos lo que creemos estar haciendo.

No lo hacemos de nosotros mismos, sino por una curiosa relación entre nosotros y los demás, o bien hacia la idea de los otros a la vez que de nosotros mismos.

Los grandes autores que han escrito acerca del amor propio con­ducen el tema hacia lo que es el punto central del ataque de la psicolo­gía Cristiana: al fariseo que todos llevamos dentro, aquel que hace todas las cosas 'para ser visto de los hombres'.

Yo sugiero que semejante crítica se dirija contra la carencia de un verdadero punto de partida psico­lógico en nosotros mismos.

Es probable que tomemos a este fariseo de una manera demasiada concreta, imaginando que ya sabemos a qué clase de gentes puede referirse la expresión.

Pero yo lo tomo como algo referente a una dificultad que existe en cada uno de nosotros y que es uno de los rasgos de nuestra forma de conciencia.

No tenemos un yo real.

No somos realmente conscientes de nosotros mismos.

El amor que sentimos por nosotros mismos no es un amor hacia algo real.

De suer­te que no podemos obrar en base a algo real en nosotros mismos, sino que obramos en base a un continuo proceso de reflejos que hay dentro de nosotros, y que no parte de nosotros mismos, sino que es automático.

De suerte que al considerar aquello que coloca el centro de gravedad fuera de nosotros no solamente nos encaramos con el factor, debido a los sentidos que nos vuelcan hacia fuera y que nos hacen verlo todo co­mo yacente en el exterior, sino que, también, tenemos el factor emocio­nal del 'amor propio'.

Desde cierto punto de vista, el pensamiento hindú de nuestra ser­vidumbre a Maya es nuestro estado o condición de servidumbre a los objetos de los sentidos que nos rodean.

Esto no solamente significa nues­tra pasión por poseer objetos, sino que también significa que todo cuanto está fuera de nosotros nos afecta o tiene poder sobre nosotros.

Nos ve­mos continuamente distraídos, del mismo modo en que un canino se distrae con todo cuanto ve, oye y huele.

El tumulto de las impresiones de los sentidos, la algarabía de los pensamientos, las oleadas de emoción y de imaginación, el tropel de los deseos no tienen nada central que los aquiete.

Entre aquello que desde afuera se vierte dentro, a través de los sentidos, y lo que por dentro transcurre, no hay nada que sea permanente, nada que intervenga a fin de poner en orden todas estas ac­tividades sin tino, nada hay que las domine, que se enseñoree sobre ellas y que produzca un punto de conciencia entre lo interno y lo externo.

Y en medio de este caos, el amor propio hace gala mirándose en el espejo de todas las acciones.

Al referirse a este caótico estado interior que hay en el hombre el Señor Ouspensky comenta que la primera finalidad que puede tener el individuo con relación a su propio desarrollo, es 'crear en sí mismo un 'Yo' perma­nente que la proteja de sus continuas luchas'. (Un Nuevo Modelo del Uni­verso).

Pero hemos de darnos cuenta con claridad de que semejante estado significaría una nueva calidad de conciencia.

Significaría el logro de un grado superior de realidad en sí mismo.

Un yo permanente, un yo de es­ta naturaleza, no podría derivar del amor propio, pues el amor propio cambia de dirección a cada instante, probándose diferentes disfraces, por así decirlo, y admirándose con cada pose distinta.

Pues todo cuanto tiene relación con el amor propio, con la pasión por recibir una aprobación interna y externa, no puede tener estabilidad alguna en sí mismo.

La creación de un yo permanente ha de ocurrir en algún pun­to más allá de la esfera del amor propio.

Ha de crearse a través de una serie de trabajos que no tienen por base el amor propio y que no pueden comenzar partiendo de la admiración de sí mismo.

Y este es el mo­tivo por qué se precisan muchas cosas antes de que semejantes trabajos los pueda iniciar uno mismo.

Ha de cambiar todo el punto de vista sen­sual o materialista, que no puede producir una base correcta para el co­mienzo.

Únicamente el reconocer que hay grados superiores de realidad, y las emociones que surgen de tal reconocimiento, pueden proporcionar el verdadero punto de partida.

Pues semejantes emociones no se encuentran en la esfera del amor propio.

En el sistema psicológico Cristiano se dicen muchas cosas muy in­teresantes acerca del 'amor al prójimo' que, generalmente, se toman de un modo sentimental, o sea desde el lado del amor propio.

Pero la dis­criminación consciente de nuestro prójimo implica ya un desarrollo de la propia conciencia.

La calidad de nuestro amor ordinario la colorea el amor propio de tal modo que no podemos sentir la verdadera existencia de los demás, no podemos sentirlos a ellos, salvo momentáneamente.

'El prójimo' es algo ligeramente superior a las asociaciones de nuestro amor propio.

Refiriéndose a esto, Swedenborg dice que el principal objetivo que exige nuestro amor propio es un reflejo favorable de nosotros en los demás.

Tal es su meta.

Si creemos que existe este reflejo, sentimos alegría. Y esta alegría se convierte prestamente en disgusto, compasión de sí mismo y hasta de odio, en cuanto imaginamos que no es un reflejo favora­ble.

Tal es nuestro amor ordinario.

Y no puede cambiar, salvo momentáneamente, porque la calidad de nuestra conciencia lo hace imposible.

El ver a otra persona, el verla separadamente de nuestras nociones e imágenes subjetivas, el darse cuenta de su existencia real, es justamente una de aquellas momentáneas experiencias genuinas que nos in­dican que hay otros estados posibles de conciencia.

Pues entonces ocurre que, durante un instante, despertamos a experiencias completamente nuevas y maravillosas.

Pero al retornar a lo que somos corrientemente, lo olvidamos con facilidad debido a que un nivel inferior de conciencia no puede reproducir las experiencias que corresponden a un nivel superior.

Pero no es tanto que olvidamos como que no podemos recordar.

Conectemos el amor propio con una dirección psicológica precisa.

La antigua concepción de que el hombre tiene dos caminos a elegir, como se presentó originalmente en la letra “Y” pitagórica, es algo que, de un modo general, se considera que significa virtud o vicio, según el entendimiento convencional, según el periodo y según las costumbres locales.

'Hacia donde la Y.... tus pasos encamina, hacia la angosta cum­bre de virtud y al abandono del ancho camino que es el vicio'. (Dryden).

Esta es la explicación superficial.

Sin embargo, probable es que en su origen se haya referido a dos posibles caminos en la vida, a uno real y a otro ficticio.

Imaginemos que en el camino ficticio se encuentra el gran espectáculo de la vida, con todos sus honores y con todas sus recompensas.

El motivo que anima este camino es el amor propio, ya sea gratificado o frustrado, y lo domina el temor a perder la reputación.

De un modo u otro todos buscamos un público en este camino.

Por lo general buscamos una franca aprobación de todo lo que es nuestro.

Y en relación a esto existe una singular máquina de movimiento perpetuo.

Los grandes se sienten halagados por el homenaje que reciben de los inferiores, y los inferiores se sienten halagados por el reconocimiento que les otorgan los superiores.

Y, de este modo, la máquina gira perpetuamente en él afán de satisfacción propia.

Bernard de Mandeville advirtió en esta máquina la fuerza motriz de todas las formas de sociedad.

Distinguió este aspecto del amor propio, llamándole el gustar de sí mismo.

Dice que la pasión de gustar de sí mismo es general en los niños mediante el coro de alabanzas que les rodea; y esto no solamente constituye los cimientos de la sociedad, sino que es la fuente de honor y vergüenza que frena los apetitos de las gentes.

Hombres y mujeres devienen virtuosos, pero no en un verdadero sentido de la virtud.

Llevados de la pasión de gustar de sí mismas, las gentes pueden imitar todas las virtudes de una vida Cristiana.

Dijo, de hecho, que no había Cristianos.

Y esto produjo la más grande indignación.

A lo largo de este falso sendero, la vida es un disfraz continuo, un engaño en el cual tratamos de parecer algo, en vez de verdaderamente serlo.

En este sentido nadie hace lo que aparenta hacer, y nadie es lo que aparenta ser.

Todo está sometido al dominio de las complejas reac­ciones del amor propio gratificado, herido, o que, sencillamente, se man­tiene a la expectativa.

Y así nadie es 'puro' de corazón, es decir, las emo­ciones no son reales.

La causa general es que nadie se ha creado a sí mismo.

Nadie tiene una existencia real en sí mismo.

Solamente alcanzamos una existencia ficticia.

Y si somos sinceros con nosotros mismos, nos sabremos vacíos y sepultados.

No sabemos qué hacer.

En el espejismo del amor propio siempre estamos volcados hacia afuera, hacia un  público, lejos de la dirección de la propia existencia.

De suerte que no son solamente nues­tros sentidos y nuestro pensamiento sensual lo que hacia fuera nos vuelca, que esto, puede decirse, pertenece a nuestra constitución natural, sino que también estamos volcados hacia fuera por las infinitas ramifi­caciones psicológicas de nuestro amor propio.

Al sentir nuestro amor propio herido, o al advertir que nuestra reputación está dañada o herida, nos sentimos despreciados, 'inferiores' o aniquilados.

Y, en realidad, semejante estado de cosas puede conside­rarse como el punto de partida de algo nuevo.

Pero esto no ocurre en la vida.

El punto de partida hacia un estado completamente nuevo de sí mismo, un estado por encima de lo que produce la vida, no puede ha­llarse nunca en la dirección de lo que por general se aprueba o se aplau­de, puesto esto sería tan sólo un nuevo aliciente para el amor propio.

Y este es un punto de peligro.

Swedenborg dice que nada puede produ­cir un efecto tan brillante sobre uno como el amor propio completamente gratificado.

Sus delicias llegan a todas las fibras del cuerpo, y se le siente con mucha más intensidad que la gratificación de cualquiera de los apetitos físicos. Igualmente intensos son los efectos del amor pro­pio herido.

Swedenborg dice que el primer paso a darse para ir más allá del amor propio es el amor de los usos.

Quien pueda ser tan sencillo que encuentre un verdadero placer en las cosas que hace, y que verdadera­mente se interese en lo que trabaja, evidentemente da un paso más allá del amor propio.



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